1/8/17

"Un mar de vida"

El mismo viento que genera energía en esos molinos gigantes, que veo desde mi terraza acostado en una tumbona, roza mi cara haciéndome inhalar vida. Vida.
Es curioso que esa brisa que acaba de tocar el mar que tengo frente a mí, y que un día me arrebató a mis padres, pueda inyectarme tanta existencia en el día de hoy. Hace tiempo que renuncié a disfrutar del mar, como el resto de seres mortales, porque sentía que profanaría la tumba de mis padres, con un sólo momento de recreo. Nada de paseos por la orilla y nada de baños a horas intempestivas, para evitar que el sol dañe mi piel con una severa alergia. Sólo me permito respirarlo, sentirlo, oírlo y olerlo, pero desde la distancia.
Dejo que la corriente meza el pelo de mi flequillo en un suave vaivén, provocando que Morfeo me abrace y yo me entregue a sus brazos, sin siquiera ser consciente de que puedo hacerle frente. Pero no quiero, no. Quiero rendirme y firmar la paz.
Mi guerra comienza con un enemigo feroz, el mar, el mismo día que recibo la noticia de que mis padres han desaparecido en el Tsunami que devastó Tailandia. 
Después de un par de años sin apenas vacaciones, debido a la gran demanda de clientes que tenían, decidieron cerrar un par de semanas la agencia de viajes y convertirse, ellos mismos, en usuarios en un hotel en la isla de Phuket. No sé si sentirme culpable porque fui yo quien los animó a hacer ese viaje, o más bien creer que fui el instrumento en las manos del destino para que su sino pudiera cumplirse. No es momento de pensar en ello ni de buscar un culpable y menos ahora que lo único que pretendo es buscar la paz en esta larga lucha.
Aún recuerdo sus últimas palabras antes de que embarcaran en el aeropuerto de Frankfurt. Mi padre sólo dijo: “Cuídate y pórtate bien” y mi madre fue más explícita en su despedida, como si intuyera algo. Me dijo: “Pase lo que pase, recuerda que te queremos un mar infinito”.
Todavía retumban sus palabras y me pregunto en qué parte de ese infinito están. Pero sé que, estén donde estén, me envían su amor que tanta fuerza me ofrece. 
Antes de desvanecerme completamente, observo cómo los molinos de viento giran cada vez con mayor velocidad, ansiosos por guardar la máxima energía generada y yo  buscando un desenlace para ahorrar combustible, antes de entregar mis armas.
Me duermo. Mi respiración se desacelera, mi temperatura corporal aumenta y mi pulso se mantiene firme para mi capitulación.
Tras dos espasmos, entro rápidamente en mi fase REM y mi cuerpo, en peso muerto, se hace ágil y ligero como una pluma. 
Floto en el aire y vuelo sobre las olas, hacia un horizonte infinito. Imagino que por algún lado debo ver a mis padres y no me equivoco. Allí están, sobre las aguas, de pie, retando al más famoso milagro cristiano. 
Me acerco a ellos y siento un amor inmensurable, aunque no me puedo acercar como me gustaría para poder tocarlos. Mire donde mire, sólo veo agua.
Desde la distancia, mi padre toma la palabra.
—Hijo, todo está bien —dice casi susurrando—. No dejes que nada, ni nadie, convierta al mar en tu enemigo porque él nos separó, pero hoy también nos une.
Silencio.
Lloro.
—El mar no es más grande que el amor que tenemos por ti —interviene mi madre—. Desde el infinito te acariciaremos con la espuma de las olas y te besaremos con el roce de la brisa. Sólo déjate envolver por sus aguas cada vez que nos eches de menos.
Nuevamente silencio.
Una convulsión me despierta y apenado, noto mis mejillas mojadas por las lágrimas derramadas y me enfado con mi cuerpo por despertarse en ese justo momento.
Despejo mi mente, revivo el sueño y pese a haberme rendido, no me siento perdedor. Entro en casa, busco mi bañador y una toalla y decido que es hora de hundir mi cuerpo en esas aguas que tanto he evitado. Necesito un nuevo comienzo, una purificación, un bautismo de vida. Vida.

Basado en una historia real. Los Beuermann desaparecieron en el Tsunami que devastó Tailandia en el 2004. La pareja regentaba una agencia de viajes en Hann Münden, Alemania.

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